Ella amaneció pensando en coserse la
boca. Así lo hizo. Después de la ducha excesivamente fría buscó y buscó hasta
dar con la enorme aguja de repujado en cuero. Desde su nueva fortaleza de
faquir calculó las puntadas dejando un espacio para alimentos líquidos. En sus
afanes de silencio dejó sin coser —por inconmensurable— el manantial
verborréico más insurrecto, el de su mente.
Creía observar a
su hijo por la casa deambulando, como si buscara algo que no se había podido
llevar cuando se fue intempestivamente ese día de septiembre. Sobre todo lo
sentía muchas horas en el cuarto de los cachivaches, como intentando reparar la
podadora que hacía tanto estaba en desuso.
A lo mejor fue el
miedo que le metió la mucama.
—Se lo dije mi
doña, fueron varias las veces que su muchacho andaba buscando algo más que a su
padre. Aunque… me parece… no estaba conforme con lo que usted le había
noticiado. Él había aceptado que su papá fue hallado muerto en el apartamento
de un amigo, y que había sido un asalto cuando él contaba apenas seis años.
Para mí que se enteró por la prensa de la época, esculcando, o por algún bocón
de esos que nunca faltan. Ahí contaban
todo, y con esa foto… desnudo. Tan guapo que era, tan delicado, tan de maneras
finas, ensimismado ¿verdad? Y después, su muchacho colgado en el
baño. Yo sé que a usted lo que más la reventó por dentro fue que su palabra no
estuvo a tiempo como la comida. Y usted cree que hubiera podido cambiar la
historia enhebrándola con un buen caldo
de palabras.
Esa noche ella vio venir a su hijo como de regreso, entre dos monjes. Ni
siquiera volteó a mirarla tan solo le hizo saber de mente a mente: Ya no eres mi madre, otros almácigos
gobiernan mis genes. Descósete la boca y canta, te doy permiso, enamórate de nuevo
de las palabras, de la vida. No es tu culpa, cada mente elige o es elegida.
Sintió como si le dieran una palmada aprobatoria en sus ojos, un imperativo de acción. Lloró de tal manera
que sus lágrimas parecían una catarata por encima de su cabeza, le bañaba los
cabellos, los hombros, el cuerpo todo hasta lavar sus pies con la calidez de
quien los remoja en agua tibia después de un largo resfriado.
Se vio niña, siempre perdonada amorosamente cuando algún vaso se le
escapaba de sus distraídas manos. Se abrazó a sí misma llevando sus manos hasta
casi la espalda. Después, desnuda frente al espejo, con la delgada tijera fue
cortando una a una las puntadas. Algunos hilos de sangre hicieron camino
—extrañamente— hasta el comienzo de la boca del estómago. Ahí se detuvieron
todos como si algo los secara antes de que profanara el chacra Manipura del
plexo solar; el de la fuerza mental. Cuando terminó de cortar, un río de
lágrimas dulces lavó cada marca sanguinolenta. Su mirada se dulcificó al tiempo
que un corrientazo en sus entrepiernas ascendía caliente por el ombligo, el
pecho, la garganta, el entrecejo, hasta hacerse una presión firme y suave en la
coronilla de la cabeza. Su boca estaba totalmente sana, como si nunca una aguja
hubiese mancillado su morbidez. Nada le dolía. Buscó su vestido más alegre y
comenzó a cantar, palabras melódicas iban enhebrándose como mantras de energía
nueva. Un azul turquesa anuló todas las imágenes del pasado que se había inventado. Su cordón
umbilical se extendió como un puente blanco donde comenzar otra historia.