15 de marzo de 2011

Ella de él

Finalista del Concurso de Cuentos de El Nacional, 1981
Publicado en PLN, agosto, 81.
Premio Cuento Feminista, Fempress, Chile,1988
(fragm Habitantes de tiempo subterráneo, 1999






Había un entierro, debía ir, pero él se empeñaba al matri­monio. Le dije que había tiempo. Me tomó por los cabellos y me condujo por pasillos misteriosos hasta hacerme firmar la decapitación de libertad. Me leyeron: Usted debe respeto, obediencia; seguirle donde quiera que vaya. Construí unas alas y me ausenté lejos del hacha del verdugo. Mientras él vociferaba visité sitios lóbregos, conversé con los enterradores de almas; hice una casa con musgos y algas en las cloacas y conviví con murciélagos y aves extrañas. Él seguía a mi lado, hablaba horas sin mirar mis pupilas. Las mismas que empleaba en hacerme pájaro. Cuando regresaba, increpaba los oídos hasta hacerme recordar mi naturaleza de hembra humana. ¿Dónde, con quién has estado? Tienes el deber de darme tus más íntimos pensamientos. Eran tan continuos mis vuelos que me sospechó tocada por la esfera cuadrada. Insistía en amarme.

Perdona, nunca quise hacerte daño. Te amo demasiado. Tanto, que prefiero verte deshilada pero en mis brazos. Ya estaba hecha un nudo. El cuerpo andaba por la costumbre de andar, pero dormía al pie de todos los difuntos. El próximo verano compraré un jardín rosa para tus sueños. El año que viene sembraré mi tiempo para ti. Mañana, cuando caiga la noche y el cabello nos cubra, mientras tú describes tus vuelos, yo vigilaré tu cuerpo para que no lo lleve la lluvia.

Necesitas hijos. Muchos hijos. Devolverán tu sonrisa. Que se deforme tu cuerpo, que tus pechos cuelguen cargados de leche, que nunca permanezcan vacíos.

¿Salvarían? Ya no tendría que armar la demencia. Ellos tomarían mi tiempo, y mi tristeza caería dentro del hoyo que guardaba mi destino. Ellos jugarían con los fantasmas mientras duermo apacible. No llegaban. El vientre era sacudido por inútil.

¡Despierta, vientre, despierta, o te darás por perdido! Ya estaba del otro lado. Esta vez no encontraba las palabras mágicas que me regresaran, estaban sepultadas en las catacumbas de mi propia fantasía. Era inútil rebelarme, ya no tenía fuerzas para el grito.

No hay mañana. El tiempo devora cuerpos y palabras. Clama el cuerpo y las aguas termales de la vida. Lo hundo más profundo cada vez, hasta hacerlo asfixiar. Flota. Exhorta a una existencia mejor. No hay mañana. El cuerpo baja, se hace arena, levanta el vuelo y se pierde ciego.

Soy uno de ellos. Me dijo el hombre del cadáver ambulante. Y ya no pude insistir en su inocencia. Fui a su árbol y encontré la capa de granito presentida. ¿Para qué darle otro cuerpo más suave, más fértil? Soy uno de los que miden su abrigo. De los que viven con cuervos y velas encendidas.

Mi rostro era fresco ahora ¿y después, cuando mi piel pierda su brillo? La soledad se vino encima. Mis treinta años pesaban como plomo derretido. Por segundos vi el país de mis sueños, sus cafés, sus calles; filmadas para mí por los antepasados. El mar abierto a la espera de mi cuerpo. Y el alma gemela ahí, ofrecién­dome su mano fuerte, ancha; para subir a la vida sin poner los pies en la agitación de los días. Sin otra preocupación que los últimos libros y la evolución existencial. No importa que seas árbol. Te acepto rama que se seca firme, viento que tumba mi puerta, susurro que se filtra por la ventana de mi ser sensitivo. Mis cabellos se irán blanqueando entre tus manos, junto a la memoria compartida.

Apremia el tiempo por venir. De nuevo el miedo. Mil palabras tambaleaban la personalidad forjada con tantas muertes y una existencia imprecisa. Había otras salidas. En ese momento no se encontraron a mano.

Cavilando entre el presente y el futuro me pareció intuir al compañero para conllevar el camino de hojalata de la vida. Vino a describirme los otoños y los inviernos. Habló del castillo de rosas para mi piel sensitiva. Prometió alfombrar la memoria de la otra vida. Le agradecí entregándole la mortaja que había guardado desde siempre. Demasiado pronto su voz se fue espesando, y su cuerpo se transformó en ave vestida de negro. Yo todavía conservaba las vísceras de paloma. Él corría mientras yo arrastraba los pies para alcanzarlo. Al menos me empujaba hacia mí misma. Tenía un espejo en el que estaba vedado observarme. Había solamente un espacio, en mí, al que tenía derecho todavía. Allí podía hacer extensos viajes para subsistir.

¡Ya lo sabe, no vengo más a cenar! Estoy harto de esperar hasta las siete. Que yo no venga algunas veces, no importa, tu deber es esperarme siempre; así me aleje por un tiempo. Tienes el deber de atenderme a la hora que sea.

Con forma de hombre me quedaría tendida a la orilla de cualquier río, cualquier tarde de cualquier día.

Tu trabajo es secundario, primero están tus obligaciones conmigo.

Acostarme en el prado, estarme quieta, sin contar las horas ni los días. Despertar con gotas de rocío crecida de flores y musgo.

¡Búscame un vaso de agua y ve a comprar la prensa!

Quedarme toda la mañana en la cama, leyendo. Respirar las horas, vacía.

¡Búscame la camisa, la corbata!

Tener la esperan­za de serme fiel algún día.

Esta quincena no te daré dinero, he tenido muchos compromisos.

Salir a caminar por las noches, entrar sola a un cine.

El hombre en la calle; la mujer en la casa. Que no se te olvide. Bueno, tienes que salir a trabajar, uno solo no puede con los gastos de la casa. La mujer tiene mayor responsabilidad.

Los niños exigen, el hombre exige, las hormo­nas exigen. Hay que callar o subirse a la copa más alta del árbol más lejano. La depresión exige, la ansiedad exige y el campo espera con su abundante oxígeno.

Todo en orden, que no se te olvide ningún detalle. Primero hacer la cama, cerrar las gavetas, recoger las medias, la ropa sucia, pagar las cuentas, poner el bombillo, arreglar la silla, pegar el botón.

El trabajo exige. Mi mediocridad no exige.

¡Esta comida no me gusta! ¿Por qué no preguntas primero? ¡Qué cuento de darme una sorpresa!

Sentados los dos, hablándonos a los ojos, con las manos tomadas en la pausa del vino, ¿te importa que no sepa de vinos? Mis pies tímidos atrapados entre tus zapatos, firmes. No sentir hambre, sólo el placer de un instante distinto.

A ningún restaurante, ¿para qué tiene uno mujer entonces?

El jardín aguarda, húmedo.

Es una falta de respeto que saludes a un hombre cuando andas conmigo, peor si andas sola. La gente te señalará libertina.

Las aceras están solitarias y las calles no cobijan nuevo hechizo.

¿Por qué no vas a un psiquiatra? ¡Esa costumbre de ensimismarte!

No se fuga la luz del seudo témpano hacia donde comienza el campanario a desgarrarse.

¡Esa blusa te la quitas ya!

No se filtra la humedad en tierras imponentes.

No pretenderás salir con ese pantalón. Ponte un vestido camisero, ancho, es lo adecuado a una señora decente.

En el principio brotaron un hombre y una mujer desnudos, no conocían la capacidad de asombro. Después llegaron los mercaderes y cambiaron telas por virtudes.

¡No quiero ser el hazmerreír de la gente! ¿Qué dirán los vecinos?

Hace mucho no escucho voces, tal vez los vecinos han notado que les corté la lengua,

¡Mírate las arrugas! te crees una muchachita, no en vano tienes ya treinta años. Estás anciana.

He dejado pasar mis mejores mañanas escarbando un tiempo circular que no es de carne ni cuerpo, ¿sabes dónde hallarlo?

Esta noche me vestiré de hombre, me embriagaré hasta estrangular el silencio y del vientre de una novel mujer gestaré un hombre nuevo para comenzar otra historia.

Mi flor y mi canto vinieron a disipar el humo de mi ciudad en caos. Fueron cortando ligaduras de cartón piedra. Sembraron círculos de fuego. Mi muerte obligó velarse las estatuas de los hombres pie de barro. Después surgió un puente entre hombres de diferentes estaturas. Y siguió el tiempo su camino. Comenzaron a espantarse los sonidos extraños en la temible asociación aire fuego.

De pronto nos damos cuenta que podemos andar mejor que la mediocridad de andar por los sueños huyéndole al trabajo de gritar. En las noches más frías pude observar en los espejos de la niebla, los carros fúnebres cargados de coronas para lo que quedaba de mí.

Ella recoge los zapatos, las medias; toma las palabras. Yo espero correr las horas sin los días. Ella ordena la comida, lava los pañuelos, desempolva los libros. Yo trabajo a diario por descubrir lo que es una sonrisa. Ella filtra el agua potable, alisa la rebelde cabellera. Yo recibo las hojas secas que van cayendo en cualquier avenida. Ella anda y desanda su horizonte sin esforzarse en reproducirlo. Yo miro verticalmente una sombra que va conmigo. Ella, dormida espera el sonido de una llave, unos pasos que siempre vuelven. Yo vigilo despierta una voz que nunca llega. Ella tiene el cuerpo. Yo la poesía.














Canoas de condrocitos

(fragmento de la novela Habitantes de tiempo subterráneo, Pomaire, 1990)



¿Cómo discernir la vocación? ¿Hacia dónde canalizar las múltiples inquietudes? ¿Cuáles? Lo único que creí tener a mano era una dispepsia cerebral con disyunción del simpático; es decir una confusión de género vocacional.


¿La psicología me daría la comprensión necesaria para captar la esencia y existencia de ser humana? ¿Se conocerán a sí mismos los psicólo­gos? ¿Entenderán al prójimo? ¿Serán las personas más ecuánimes, más equilibradas? ¿Me brindaría el periodismo la posibilidad de denunciar las injusticias y orientar al hombre hacia una nueva alborada? ¿A través de la física, la química, la biología, la fisiología, la neurología, o cualquier rama de las ciencias, podría conocer el origen, la composición, el funcionamiento y la disfunción de los seres vivos? ¿Lograría descubrir la sanación y la armonía de la materia?


¿Y la “antimateria”, la mente, los pensamientos, los sentimientos? ¿Por qué el hombre razona, siente? ¿Hasta dónde llegan los sentimientos y pensamientos de los animales y las plantas? ¿De dónde le es dado al humano su poder de comunicación, sus gestos, sus ideas? Si pudiera pasar el tiempo con muchos y diversos libros entre mis manos.


Y la literatura, ¿ciencia, hobby, ficción? ¿Habrá quién se dedique a ella sin otra intención que no sea la del gozo estético que lo atrapa en su encantamiento, enajenándolo casi? Alguien a quien no le importe el dinero que dejaría de percibir con una profesión lucrativa. ¿Se podría ser doctor en poesía? Suena cómico, aunque el poeta mana y veda dolores, pesares, amor, desamor, angustia, melancolía.


El Rey Augusto apremiaba por una elección definitiva. Yo me hubiera conformado con ser lectora voraz, tal vez me dedicaría a la composición musical. Tienes que estudiar una carrera de prestigio, donde te puedas ganar la vida. La literatura es para los domingos (y fiestas de guardar).


Los poemas serían sucesos de días feriados, igual que ese famoso Diario de una niña complicada, bosquejado, en el cuaderno Recetas de cocina, Laly 1960, con la fuerza de un maremoto interior. Así que la literatura estaba descartada, fue relegada a los domingos y fiestas de guardar.


¿Que por fin a qué me voy a dedicar? ¿Qué quiero ser? Artista, creadora, ¿de qué? No sé.


Quiero saberlo todo, conocer el más mínimo secreto de la naturaleza. Indagar por qué arriba hay cielo y abajo tierra. Desentrañar qué hay en las profundidades de los mares, dentro del globo de la tierra, en el sol, en los planetas. Por qué los seres caminan, hablan, piensan, sienten. Por qué algunos pierden la noción de tiempo y la relatividad del pensamiento humano. Interpretar de qué está hecha cada cosa y cada cuerpo y cada planta. Por qué nacen las uñas y los pelos. De dónde salen los cuerpos, las voces y los gritos. Reavivar la vida de los grandes hombres y mujeres de la historia. Cómo empezaron y cómo terminaron, ¿repudiados y solos? Por qué la maldad, el desamor.


Tiene que haber algo más concreto. Es tu futuro lo que está en juego. ¿Qué me gustaría hacer? Meterme dentro del mundo microscópico, en el vientre de un ortóptero nocturno, vulgar cucaracha repleta de minúsculos cuerpos que tienen su propio gobierno; casi galácticos, terráqueos, con infinitas for­mas y reformas; que caprichosamente se mueven, se aparean, se dividen, se multiplican al tiempo del inspirar-expirar humano. Observarlos con sus habitantes, los paramecios, suela de zapato, carrito chocón o pan francés que va y viene a gran velocidad; protozoarios, bastones, filamentos, cordones, cocos. O la ameba, temible reina de los bajos fondos, inexorables cloacas metafóricas. Con su extraordinario poder de formar en su cuerpo, a su antojo y necesidad, brazos y piernas, y boca al momento de almorzar. ¡Y el humano creyéndose tan grande y diestro! ¡Si nos estuviera dado guardar los brazos y las piernas, espe­cialmente la boca, en momentos extremos, y echarnos a rodar!


Es posible formarse bajo la tutela de la ciencia creyendo tan sólo en la transformación de la materia, haciendo a un lado la interioridad, la antimateria, la mente, el razonamiento de los fenómenos, enigmas; las leyes aparentemente inconmovibles de la naturaleza. La inquieta incertidumbre se rebela, se manifiesta inconforme. Se obliga a la búsqueda de alguna finitud “imperecedera” y sus orígenes. Comienza a interrogarse a sabien­das de que no interesan las respuestas, sino las indagaciones, y las vías para llegarle a todas las formas del conocimiento.


Los paramecios, las euglenas, los ascomycetos y los Saccharomyces, fueron sustituidos por hepatocitos, condrocitos, ovocitos, osteoblastos, osteocitos, eponiquio y epiniquio. La observación microscópica trasmigró hacia tejidos y células en distintas fases de crecimiento y reproducción y en todas sus posibilidades de forma y absorción de color. No obstante cada uno de estos mundos tisulares, diferentes en cada órgano, estimulaban aún más la retina poética presentida en el campanario del mundo interior.

Una constelación de estrellas de siete puntas, cometas de larga cola, satélites y planetas organoides, gravitan en la teñida noche (de los tejidos y órganos) de Cajal, y de Golgi. Nubes de tejido conjuntivo entre fibras sensitivas (dendritas y axones), que como rayos se imbrican (por sipnasis) en medio de la substancia fundamental característica del tejido nervioso (neuronal). En otros espacios, un mar añil forma el océano del tejido cartilaginoso. Numerosas canoas de condrocitos navegan en el inmóvil mar. Hacia las costas encallan, entre fibras colágenas, los viejos condroclastos, orgullosos de su misión cumplida aceptan la transformación de su materia sin quejas.




Mientras tanto, la carpeta de los textos literarios “de los domingos y fiestas de guardar”, crecía. Llena de errores, pero crecía. Un día, sin pensarlo mucho como todos mis grandes pasos, fui en busca de los conocimientos que me permitieran entender por qué crecía y sobre todo mejorarlos. No fue fácil superar la confusión ortográfica que había en mi cerebro entre la fonética (italiana) de la lengua materna-paterna, y la adquirida en la escuela de mi amado país, Venezuela. Lo que allá se escribe con V aquí se escribe con B. Allá con Z, aquí con S. Allá sin H, aquí con H. A lo que se le sumó el habla (auditivo) de la infancia, que en mí perduró más tiempo del reglamentario. Durante mucho tiempo fue más lindo decir: Parajito, casapuntas, tireja, perióquido, cupitre, cuerta; los parajitos volan. Cuando me corregían no lo aceptaba. El sonido que producían las palabras, para mí era más importante.


¡Niña!, no se dice volan, sino vuelan.


A mí me gusta más, volan. Además no se dice vuelar sino volar.


Maestra, ¿por qué zapato y manzana se escriben con Z? Debería ser sapato y mansana, ¿no?


Un buen día tuve el valor de presentar la consabida carpeta a los académicos de literatura. Después de varias apreciaciones casi silenciosas de “falta mucho trabajo con el lenguaje”, uno de ellos, haciendo caso omiso a los errores, puso al pie de uno de los poemas: Este texto revela hondas experiencias espirituales que deben encajarse en un relato o en un poema, sólo falta un pequeño esfuerzo de coherencia y tala.




Ya nada me detuvo, vi claro dentro de mí. Comencé a trabajar la palabra como un artesano, limando asperezas auditivas y visuales, puliendo bocetos. Ya no eran los domingos, eran todos los días y a cualquier hora, cualquier sitio o circunstancia. No importaban distractores ni ruidos. Mis oídos se resguardaban en el manto de la concentración total. Comencé a desdoblarme en distintos personajes del teatro interno. Me transformé en agua, fuego, tierra; águila, tigre; roca, arena. Me disfracé de pájaro blanco que nadaba en charcos ficticios de sangre. Cuando olvidaba regresar, él, quien tenía el poder del abracadabra, espantaba las figuras y me devolvía a las faenas cotidianas del chorro de agua para fregar los platos. Desde entonces un océano de lenguaje y figuras me impregnó para siempre.

La poesía se fue haciendo excrescencia de la tierra y del espacio intangible. Desdoblamiento, deslumbre, clarividencia, futuro, pasado fecundo. Intuición. Madre del verbo en marejada. Memoria del senescente, túnel misterioso. Baúl de encantos y sombras. Hacedora del ser reflexivo, constructora de otras realidades, generadora de luz. Soliloquio entre el alma que medita y la nueva semilla que quiere crecer. Sustitución de carne por misterio. Silencio y palabra. Mirada transparente y profunda. Depuración del pensamiento y las manos. Estado de sueño-vigilia. Arranca el yo, lo desintegra, y a pedazos lo va formando con nueva carne, memoria y ciencia.

13 de marzo de 2011

DESCRIBIENDO LOS CORDELES

a Marina Mora y Geomar Rodríguez



Él me va describiendo las amapolas y los cordeles de la vida. Yo voy escuchando, desde sus manos cada color, inédito, sin referencia alguna.

Nunca supe distinguir más que las formas que mis dedos delineaban, buscando entre texturas y consistencias los conceptos que la vida me iba trasmitiendo por los oídos frágiles, apenas audibles. Imaginando desde esa candidez de niña que iba creciendo sin saber cómo era eso de la estatura, lo masculino y lo femenino, la belleza, la fealdad; lo negro, lo blanco, lo amarillo; el rosa, el rojo, lo matizado, lo homogéneo; lo armónico, lo desarmónico.

Antes de que él se posesionara con seguridad de mis tierras infecundas, la existencia transcurría como una línea recta sin grandes tropiezos; pero sin jardines, ni acantilados ni farallones que me dejaran con la boca abierta por la maravilla. No sabía otra cosa que ese andar dirigido por destinos asignados, guías de camino para que no me lastimara. Y si sucedía tener a tiempo un remedio que me suavizara el calvario de depender de quienes algún día me vieran como una carga. Aunque había generosidad en quienes me nutrían, no dejaba de sentir ese temor a restar o sumar inútilmente. Sentimiento de que en algún momento la fuerza del sentido “común” me llevara a renegar de haber nacido. En lo que pensaba a menudo.

Un día apareció, no sé por cuáles designios. Entró con esa fuerza con que Rosario de la Cerda lo modulara en una carta poema a su Neruda: “Entró a mi vida, como él mismo lo dice en un verso, echando la puerta abajo. No golpeó la puerta con timidez de enamorado. Desde el primer instante se sintió dueño de mi cuerpo y de mi alma. Me hizo sentir que todo cambiaba en mi vida. Esa pequeña vida mía de artista, de comodidad, de blandura, se transformó, como todo lo que él (Neruda) tocaba”.

Sus manos fueron recorriendo cada centímetro de mi cuerpo describiéndome con total precisión poética los colores y las formas de todo cuanto fue creado por la naturaleza, divina e inefable. Y todo cuanto el ser humano fue y sigue diseñando desde las ciencias exactas e imprecisas; la astrológica, la esotérica y la mágica.

Nací con escasa luz en los ojos, campanas imperfectas en mis oídos, sin acordes fabulosos en mi garganta. El vientre de mi madre no pudo abrir íntegro el canal lumínico que me correspondía como personas. No recrimino, posiblemente nadie le dijo que la rubeola podría atentar contra algunas de las facultades a las que tenía derecho. Tal vez le dijeron que tenía que deshacerse de ese bultito pequeño y no lo hizo. Tal vez tenía que nacer para esta experiencia, para esta forma distinta de ver cordeles y amapolas. No sé si hubiera preferido ser completa como todos los demás, creo que sí. De lo que estoy segura es que, para mí, es un agasajo sensitivo. Intuyo que no todas las personas tienen el privilegio de precisar, desde unas manos, la más delicada música del universo.

(del libro ¿Cómo contarlo? (Mérida, Asociación de Profesores de la ULA, 2006)
PD. Este cuento lo escribí luego que leyera una entrevista que le hicieron a  
      Marina  Mora en un día de la MUJER, en el Diario Frontera de Mérida
      Venezuela (me gustaría que ella lo leyera, no la conozco personalmente).
      Ella hablaba de cómo su marido la había ayudado a "ver" y "hacer".

9 de marzo de 2011

Lodazal

LODAZAL



Una mudez en los ojos lagrimea impotencia en las falanges, los abrazos no encuentran el cúbito ni el radio. El corazón, papel comprimido; la mente, un ensortijado de cabellos sin ideas lisas.

Otra vez la muerte embrionaria en los pulmones, de nuevo la bujía de la pólvora revienta gestos, picadillo de sensaciones. La pared del pueblo, cielo negro, sin aguardos lumínicos.

La Quinta Sinfonía de Beethoven se diluye entre los Adagios de Mozart. Acordes difuntos hacen pastoso el camino, con grumos de ciénaga. Lodazal o pantano, los pies ampollados extienden la voz pacifista. No hay eco al auxilio.

MLL

7 de marzo de 2011

MIEDO A PÁJAROS INSÓLITOS

A Carlos Ferrer Guillén (Kalalo)

Algunas veces me pregunto, casi con desesperación, si él sentirá lo mismo que yo: pájaros de tan insólitos colores piando todas las mañanas, en fiesta permanente sobre trozos de banano pintón, granos de arroz con cáscara. Migas de galletas dulces…

Casi nunca nos abrazamos, ni nos decimos palabras tiernas. No obstante nos miramos por las tangentes de los ojos. Nos seguimos, nos escuchamos. Estamos atentos al movimiento de cada uno. Sabemos hasta los más mínimos detalles.
He percibido, gozosa, la manera velada como me cela de mis amigos. Justo cuando alguno de ellos me visita, cuando estamos muy cerca hablando entusiasmados de algún tema… se acerca con algún pretexto tan variado como original y me hace preguntas. De esas que ameritan ir con él hasta su cuarto por la necesidad de saber el contexto que indaga. Única forma de dar con la respuesta más o menos considerada. ¿Cómo es eso de la traslación ingrávida del planeta Tierra? ¿Había niñas cuando las andanzas de los dinosaurios? ¿Por qué el cielo varía los azules? ¿Cómo se hicieron las primeras semillas? ¿Hay otro mundo donde están las estrellas? ¿Siempre va a llegar el otro día? ¿Si el sol se cae nos quemamos todos? ¿Cómo se sostiene la luna si no se ven los hilos? ¿Cómo es eso de los átomos? No es verdad que todo tiene átomos, porque en las sombras y los reflejos del espejo no puede haber átomos. ¿Las abuelas siempre se mueren primero?

La primera vez que notó que no amanecí en mi habitación… (Todas las mañanas, casi al amanecer, tocaba mi puerta con suavidad y abría para cerciorarse de que yo estaba ahí). Esa vez la cama estaba vacía, demasiado arreglada, sin una arruga… lloró muchísimo. Sin embargo, cuando regresé de viaje no fue capaz de decirme cuánto me había extrañado, parecía que le hubiera dado lo mismo. Me abrazó como se abraza a cualquier amigo, diciéndome: “Hola, qué tal, cómo te fue”. Su indiferencia expresiva desde ese acontecimiento se hizo casi inquebrantable. Un día, en el desayuno… (me vio hacer maletas) me dijo: “No te doy permiso. Soy el hombre de la casa”. Tuve que salir corriendo a reírme donde no me viera para no vulnerarlo. No lo podía creer, seguía celoso, le dolía que me ausentara de nuevo. Me iba a echar de menos, con dolor; pero no se atrevía a decírmelo ojo a ojo.

Fui entendiéndolo. Yo (peregrinamente) sentía lo mismo: aprensión. Alguno de esos viajes podía ser el último de mirarnos sintiéndonos. Acaecía pánico de mi cama demasiado ordenada, sin habitante. Él había visto una película donde el ojo de la cámara mostraba todos los espacios vacíos que anunciaban la ausencia de una abuela.

En el último viaje, empezó a abrirse un poco más. Me pidió que le trajera un libro muy gordo que tuviera muchas páginas y muchos colores. Apenas deshice las maletas me dijo: “Cuando te vas los pájaros no vienen a la casita de las comidas. Miki casi no ladra, se la pasa como pensando detrás de la puerta de tu cuarto, ni siquiera es para que la abran. El sol casi no sale, y del cielo cae tanta lluvia que no me provoca ir a la escuela”.

Yo, que también tengo miedo de que se encariñe conmigo y… luego le falte… no fui capaz de contestarle más que con un borbotón de lágrimas medio contenidas. No le dije que mi corazón parecía dos rodillas saltando rayuela mientras bailaba una danza gitana.