25 de enero de 2018

FAKIRIA




 

Ella amaneció pensando en coserse la boca. Así lo hizo. Después de la ducha excesivamente fría buscó y buscó hasta dar con la enorme aguja de repujado en cuero. Desde su nueva fortaleza de faquir calculó las puntadas dejando un espacio para alimentos líquidos. En sus afanes de silencio dejó sin coser —por inconmensurable— el manantial verborréico más insurrecto, el de su mente.
Creía observar a su hijo por la casa deambulando, como si buscara algo que no se había podido llevar cuando se fue intempestivamente ese día de septiembre. Sobre todo lo sentía muchas horas en el cuarto de los cachivaches, como intentando reparar la podadora que hacía tanto estaba en desuso.
A lo mejor fue el miedo que le metió la mucama.
—Se lo dije mi doña, fueron varias las veces que su muchacho andaba buscando algo más que a su padre. Aunque… me parece… no estaba conforme con lo que usted le había noticiado. Él había aceptado que su papá fue hallado muerto en el apartamento de un amigo, y que había sido un asalto cuando él contaba apenas seis años. Para mí que se enteró por la prensa de la época, esculcando, o por algún bocón de esos que nunca faltan.  Ahí contaban todo, y con esa foto… desnudo. Tan guapo que era, tan delicado, tan de maneras finas, ensimismado ¿verdad?  Y después, su muchacho colgado en el baño. Yo sé que a usted lo que más la reventó por dentro fue que su palabra no estuvo a tiempo como la comida. Y usted cree que hubiera podido cambiar la historia enhebrándola  con un buen caldo de palabras.

Esa noche ella vio venir a su hijo como de regreso, entre dos monjes. Ni siquiera volteó a mirarla tan solo le hizo saber de mente a mente: Ya no eres mi madre, otros almácigos gobiernan mis genes. Descósete la boca y canta, te doy permiso, enamórate de nuevo de las palabras, de la vida. No es tu culpa, cada mente elige o es elegida. 
Sintió como si le dieran una palmada aprobatoria en sus ojos,  un imperativo de acción. Lloró de tal manera que sus lágrimas parecían una catarata por encima de su cabeza, le bañaba los cabellos, los hombros, el cuerpo todo hasta lavar sus pies con la calidez de quien los remoja en agua tibia después de un largo resfriado.
Se vio niña, siempre perdonada amorosamente cuando algún vaso se le escapaba de sus distraídas manos. Se abrazó a sí misma llevando sus manos hasta casi la espalda. Después, desnuda frente al espejo, con la delgada tijera fue cortando una a una las puntadas. Algunos hilos de sangre hicieron camino —extrañamente— hasta el comienzo de la boca del estómago. Ahí se detuvieron todos como si algo los secara antes de que profanara el chacra Manipura del plexo solar; el de la fuerza mental. Cuando terminó de cortar, un río de lágrimas dulces lavó cada marca sanguinolenta. Su mirada se dulcificó al tiempo que un corrientazo en sus entrepiernas ascendía caliente por el ombligo, el pecho, la garganta, el entrecejo, hasta hacerse una presión firme y suave en la coronilla de la cabeza. Su boca estaba totalmente sana, como si nunca una aguja hubiese mancillado su morbidez. Nada le dolía. Buscó su vestido más alegre y comenzó a cantar, palabras melódicas iban enhebrándose como mantras de energía nueva. Un azul turquesa anuló todas las imágenes del pasado que se había inventado. Su cordón umbilical se extendió como un puente blanco donde comenzar otra historia.



No hay comentarios: